"Caminar en el cerro", es una frase que me resulta poderosa y me llega a la médula del alma. Pues remite a lo arquetípico y lo simbólico. Estas moles de tierra y piedras son sumamente importantes para la biografía del mexicano. El del Cubilete, que cita una de las canciones más famosas de José Alfredo Jiménez; el de las Cruces, donde se dio fin a la intervención francesa en el siglo XIX; el de la Estrella donde se lleva a cabo una de las más visitadas representaciones de la pasión de Cristo; son algunos ejemplos de cerros que todo mexicano conoce. Son referencia para tejer la vida filosófica, política y religiosa.

Es decir, en nuestros días, el cerro es parte central de la cosmovisión del mexicano. No hay localidad o ciudad cuya identidad no esté relacionada con alguno de ellos, incluso tienen nombres y personalidades. En algunos casos funcionan como protectores o nahuales de un asentamiento humano o bien son escenario de la tradición oral. Huapalcalco no es la excepción, tiene a los cerros la Mesa y el Huiztle, femenino y masculino. En ellos son visibles las huellas de la intensa referencia que han sido para diferentes personas de distintas épocas. Debo decir que la Mesa y el Huiztle son parte de mi memoria emocional. Memoria que se empezó a configurar cuando era pequeño. Uno de mis pasatiempos preferidos en mi niñez era ir al cerro. El mío se llama San Cristóbal y está ubicado en Pachuca, frente a mi hogar. Tan pronto llegaba a casa, dejaba los útiles escolares, me cambiaba la ropa y me iba a vagar a sus faldas. Recolectaba flores, piedras, insectos, pero sobre todo, gozaba de caminar en su lomo. Desde allí veía todo Pachuca como no lo podía hacer en otro lugar. Subía por la falda del San Cristóbal, como si este fuera un gigante y desde allí iba reconociendo lugares de mi ciudad. También había cuevas y entraba en ellas. Sólo había piedras y agua, pero era mágico adentrarse. Me sentía feliz de andar en él. Cuando crecí, cursé estudios que me ayudaron a tener otros significados y emociones sobre los cerros. Me enteré de que para los antiguos mexicanos eran un cosmos y los basamentos piramidales no eran otra cosa que representaciones de ellos y que las cuevas de estos, eran aperturas al inframundo y que allí habitaban dioses. Cabe mencionar que por esa época tenía un trabajo que me hacía visitar comunidades rurales marginadas y tuve la dicha de caminar en más cerros, además de mi querido San Cristóbal. Hace pocos años en mi trayectoria de vida de caminante de cerros conocí los de Huapalcalco. Con profunda alegría recuerdo nuestro primer encuentro. Caminé en sus faldas y sentí como mi ser vibraba. La piel se me enchinó. Me sentí otra vez niño. La vida me entraba a raudales por los ojos. Sus piedras, pinturas rupestres, restos de edificaciones antiguas, flora y fauna, se anidaron en mi corazón, en mis huesos y hasta en mis sueños. Llegué a una de las cuevas y desde allí vi la ciudad de Tulancingo y me maravillé. Por mi mente pasó, como un fogonazo, las diversas veces que había subido a la punta de un cerro. Recordé particularmente los de Huejutla y los de la sierra Otomí-Tepehua. Caminar en ellos, andar en su rostro, en sus grietas, tiene un efecto terapéutico en mi. Me consuela, me sana, me hace ser parte del tejido de la vida. En efecto como arquetipo y símbolo, el cerro me une, nos une, en cosmovisión, con las historias y culturas local y nacional. No nos podemos comprender sin ellos.